«Si la prensa escrita fuera un buen negocio, los chinos ya habrían comprado todos los quioscos», decía el otro día, medio en broma medio en serio, el ilustre invitado a una de las comidas off the record que tuve ocasión de compartir la semana pasada.
Y será verdad, porque hoy en día los nuevos proyectos editoriales ya no contemplan el papel («El Español» es un buen ejemplo), el único diario que ganó dinero de verdad en 2014 fue El Confidencial, y los responsables de comunicación política de las próximas municipales coinciden en asegurar que en los últimos doce meses la prensa ha perdido veinte puntos de influencia en la opinión pública.
Según esos expertos, la televisión seguiría siendo «la reina de las elecciones», aunque -dicen- sólo un 19 por ciento de la gente que mira la televisión, mira sólo la televisión. El resto, la compaginan con la consulta de diarios digitales, el uso de Twitter, Whatsapp u otras aplicaciones del teléfono móvil, la conversación presencial, o la lectura superficial de aquella novela que nunca se termina.
No podemos asegurar una veracidad absoluta en cuanto se refiere a diálogos presenciales o virtuales, pero lo cierto es que uno de los mayores tráficos de los diarios digitales se produce en la edición de las ocho de la tarde, cuando los expertos recomiendan publicar noticias amables, de entretenimiento, que ayuden a reconciliar al lector con la vida que le esté tocando vivir.
Ya se sabe que las desgracias siempre llaman a la puerta de madrugada.
Es decir, cuando las ediciones de la prensa escrita llegan a los quioscos.
Lo que nadie explica, en cambio, es porque estas ediciones de papel desaparecen tan rápidamente de la barra del bar donde solemos desayunar todos los días, con la esperanza de que nuestro diario de referencia esté disponible.
Probablemente, porque hasta que no tocamos la información con las manos no nos la acabamos de creer. De momento. “
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